¿Cuántas veces hemos visto situaciones donde las señales de alerta eran claras, las advertencias insistentes… pero las personas responsables no hicieron nada? ¿Por qué, a pesar de las evidencias, los grupos no reaccionan?
Esta mañana leí en El País la historia de los vecinos de As Conchas, en Galicia. Llevan años denunciando la contaminación de las aguas y el aire provocada por las macrogranjas de la comarca. Una situación grave, con riesgos para la salud y el medio ambiente, documentada por informes científicos, respaldada por organizaciones ecologistas, abogados ambientalistas y asociaciones de consumidores.
Además de lo inquietante de la noticia, me llamó la atención que, pese a los numerosos informes y denuncias, los vecinos recibieran silencio, evasivas, dilaciones y miradas para otro lado. ¿Por qué?
Desde fuera, se puede pensar que se trata de irresponsabilidad, falta de ética o intereses ocultos. Y, aunque la negligencia o los intereses políticos puedan tener su peso, hay algo más que puede ayudarnos a entender el caso.
Reconocer el problema supondría admitir que las decisiones pasadas fueron equivocadas, que los controles fueron insuficientes, que nunca se debió llegar tan lejos. En ese contexto, buscar justificaciones que minimicen el problema es psicológicamente mucho más “agradable” que aceptar la gravedad de la situación y enfrentarse a las consecuencias.
Pero esta es solo una parte de la explicación.
Cuando las malas noticias no llegan… o es demasiado arriesgado decirlas
Hay ocasiones en las que las personas que podrían actuar ni siquiera reciben la información completa. No porque falten datos, sino porque alguien en el camino decide que es mejor no trasladarlos. A veces por proteger al grupo, a veces por miedo a las repercusiones, otras por no querer ser el responsable de provocar el conflicto.
En psicología social a esto se le llama guardianes mentales: personas que, de manera consciente o inconsciente, filtran la información que llega a la dirección, dejando fuera las malas noticias o las voces críticas.
Otras veces, la información sí llega, pero quien señala el problema se encuentra con un ambiente poco receptivo. Plantear dudas, cuestionar las decisiones o advertir de los riesgos se percibe como una amenaza a la armonía del grupo. Las personas que se atreven a hacerlo pueden sentirse aisladas, desacreditadas o desincentivadas a volver a hablar.
La consecuencia es que muchas personas, ante esa presión, optan por callar. Se produce lo que llamamos autocensura: la decisión de no decir lo que uno piensa, no porque no vea el problema, sino porque entiende que hacerlo es incómodo o peligroso.
¿Esto solo pasa en las macrogranjas de Galicia?
Este tipo de dinámicas no son exclusivas de este caso. Ocurren en gobiernos, en empresas, en proyectos, en consejos de administración, en asociaciones, incluso en familias y grupos de amigos.
¿Nunca has estado en una reunión donde todos parecían estar de acuerdo… aunque sabías que había dudas que nadie se atrevía a expresar? ¿Cuántas veces las malas noticias no suben en una organización porque quien tiene que contarlas prefiere no ser el mensajero de lo incómodo? ¿O cuántas veces no se cuestiona una decisión por no ser visto como problemático o pesimista?
Son dinámicas humanas. Todos podemos caer en ellas, sin darnos cuenta.
Esto tiene nombre: pensamiento grupal (groupthink)
El psicólogo Irving Janis estudió cómo, en ciertos contextos, los grupos tienden a buscar la cohesión y la armonía interna a costa de la calidad de sus decisiones. A este fenómeno lo llamó groupthink, o pensamiento grupal.
Cuando el deseo de mantener la unidad y evitar conflictos es tan fuerte, el grupo empieza a ignorar las señales externas, minimiza las advertencias y desalienta la discrepancia. Cuestionar se convierte en un riesgo, y el silencio acaba interpretándose como consenso.
Janis identificó ocho señales que nos permiten reconocer cuándo un grupo podría estar atrapado en esta dinámica:
- Ilusión de invulnerabilidad: se subestiman los riesgos.
- Creencia incuestionable en la moralidad del grupo: se asume que las decisiones son éticas, simplemente porque son propias.
- Racionalización colectiva: se buscan excusas para desestimar las advertencias.
- Estereotipos negativos hacia quienes disienten: se etiqueta a los críticos como exagerados, conflictivos o ignorantes.
- Presión directa sobre los disidentes: se desincentiva a quienes plantean dudas.
- Autocensura: las personas optan por callar sus dudas para no complicarse.
- Ilusión de unanimidad: el silencio se interpreta como acuerdo.
- Guardianes mentales: se filtra la información incómoda para que no llegue a quienes toman las decisiones.
¿Por qué esto importa?
Porque el groupthink no es un problema exclusivo de las macrogranjas o de las administraciones públicas.
Puede estar presente en cualquier grupo. Nos puede pasar a todos.
Detectar estas señales a tiempo es clave para mejorar la calidad de nuestras decisiones colectivas. Para poder escuchar las voces incómodas, abrir espacio a la crítica constructiva y garantizar que las decisiones se tomen con toda la información, no solo con la que nos resulta cómoda.
Quizás la pregunta que deberíamos hacernos en cada proyecto, en cada equipo, en cada decisión colectiva es: ¿Estamos dejando espacio para las dudas? ¿Estamos escuchando las voces que piensan diferente?